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¿Cuál es, pues, el fin de toda sociedad humana? Para ella y para el individuo, no hay otro que el de la felicidad. Pero ¿en qué consiste esta felicidad, y de qué modo se alcanza?

La felicidad del individuo no consiste esencialmente ni en las riquezas, ni en los honores, ni en la gloria, ni en el poder, ni en los bienes del cuerpo, ni en los deleites, ni aun en los placeres del alma; en suma, no consiste en ningun bien creado, sino únicamente en la union con Dios; union inefable, que dará luz á su entendimiento, tranquilidad á su corazon y reposo permanente á su alma, sin mezcla de amargura y de inquietud.

Pero este fin último, este soberano bien, no es objeto á que se llega en esta vida, porque no es un bien de la tierra, ni puede adquirirse por medios puramente humanos. Es, pues, indispensable distinguir entre la felicidad perfecta, prometida por Dios á los justos en la otra vida, y la felicidad imperfecta, tal cual puede alcanzarse en este mundo. 1 Esta postrera dicha es la que el hombre busca, cuando obra en el órden natural, y es en consecuencia la que constituye el fin de la sociedad política. Este fin es necesariamente el mismo que el del hombre. ¿En qué consiste esta felicidad imperfecta?

Para contestar á esta pregunta hay que distinguir tres clases de bienes: los del alma, los del cuerpo, y los bienes esteriores, que sirven al hombre de órganos ó de instrumentos para perfeccionar su alma y su cuerpo. La felicidad imperfecta exige la reunion de estas tres clases de bienes: si alguno de ellos falta, la felicidad será mas y mas defectuosa todavía. 2

Así pues, para alcanzar la felicidad en este mundo es necesario al individuo un cuerpo perfecto, sano y vigoroso; son necesarios los bienes esteriores, con que atender á las necesidades físicas; y son, mas que todo, necesarios los bienes del alma para conocer á Dios y cumplir sus preceptos. La posesion de estos bienes del alma, ó sea el ejercicio de las virtudes intelectuales y morales del órden natural, es lo que esencialmente forma la dicha imperfecta del individuo. Si los bienes del cuerpo y los esteriores se comprenden en ella, es porque unos y otros son hasta cierto punto necesarios para el ejercicio de las virtudes.

El bien es por su naturaleza comunicativo, y no se goza, sin la participacion de los demas. En consecuencia, sin sociedad no hay bien, ni hay felicidad. Los placeres de la familia exigen la existencia de la familia, y los de la amistad el trato con los amigos. La amistad contribuye á la dicha, porque ofrece ocasiones presentes de hacer el bien, y de ayudar á los demas y ser ayudado de ellos, con obras de amor y de benevolencia.

No consiste la dicha de la tierra en ser feliz individualmente, sino en serlo en compañía de nuestros senejantes; en trabajar en el reposo y bienestar comun, en prestar á todos unos servicios y unos afanes que

1 Duplex est beatitudo, una imperfecta, quæ habetur in hac vita, et alia perfecta, quæ in Dei vitione consistit. (Thom. Sum. 1a 23 q. 4. art.5.)

2 Est triplex bonum hominis, secundum animam et secundum corpus, et exteriora bona. Felicitas autem, cum sit bonum perfectissimum ipsius hominis, aggregat omnia ista. Exp.lib. VI, lect. 1, § 6.

recompensen los bienes que recibimos de ellos; en conservar cada uno el puesto que la Providencia le señala entre el conjunto de los seres; y en vivir en él conforme á las reglas de la naturaleza, y á la ley y voluntad de Dios.

De esta manera se comprende muy bien cuál es el verdadero fin de la sociedad; fin que no se limita á que los hombres vivan reunidos, sino á que vivan bien, esto es, á que vivan conformes con la naturaleza y con la razon, conformes con la virtud, y conformes con la ley divina. Tal es el medio de alcanzar la felicidad, y tal el fin á que la sociedad debe dirigirse. El gobierno que de aquí se aparta, comete un crímen y la sepulta en un abismo.

A vista de estas nociones, tan sencillas como verdaderas, ¿quién no conoce el error capital en que descansan las doctrinas liberales, cuando dan por base á la sociedad, no su propia condicion y naturaleza, sino un pacto ficticio, que no existe ni puede existir, y por objeto postrero una dicha puramente sensual, con abandono de su bien futuro y de su espíritu. No es mucho que, donde esos principios se infiltran, la sociedad se corrompa. Las nociones de lo recto y de lo justo desaparecen, anonadadas ante una conveniencia quimérica. Todo se materializa, y la moral, convertida en una vana forma, ó en una palabra vacia de sentido, cede el puesto á los cálculos del interes. Las leyes, calcadas sobre ese modelo, ofrecen contradicciones repugnantes, y preceptos monstruosos, siendo la espresion de las pasiones espurias, y no de la

razon.

La historia de nuestra desgraciada República ofrece continuos ejemplos del mal que abrigan esas doctrinas desorganizadoras. Treinta y siete años llevamos de estar formando en ella el pacto social, sin lograr otra cosa que una larga serie de desdichas. A fuerza de ensayos para modelar una constitucion, no hemos logrado mas que relajar todos los vínculos sociales, poner en duda todos los buenos principios, alentar todas las ambiciones, y desencadenar todos los furores, hasta poner en peligro no tanto la forma de gobierno, cuanto la validez del gobierno mismo, y la existencia de la patria. Siempre ha habido en el mundo guerras; pero las de otras épocas si atacaban á las personas constituidas en dignidad, si aumestaban ó disminuian el territorio de las naciones, si mudaban las dinastías, y si mantenian ó cambiaban el equilibrio político, dejaban intactos los principios internos de órden que regian á cada pueblo. Nadie se figuraba entonces, que porque una sociedad cambiase de gefe, cambiaria por esto de justicia, ni menos que ésta dependiese de los caprichos de la multitud: nadie pudiera entender, que la propiedad se veria vivamente amenazada, la familia invadida, los derechos de la paternidad violados, y la religion perseguida con encarnizamiento: nadie, en fin, concebiria, que el despojo de la propiedad fuese objeto de una ley, convirtiendo en título de violacion, lo que por su naturaleza es de amparo. A tal punto ha llegado el error, y en tanto grado se han pervertido las ideas.

No es de maravillar, que en medio de este caos la religion se vea, mas que con indiferencia, con positivo rencor. Esto es muy natural y muy consiguiente. La religior es la representacion mas acabada del

órden, y por esto todo sistema que se funda en el desconcierto, la ha de considerar forzosamente como enemiga: ella levanta al hombre á un fin superior, que desdeñan los que buscan la suprema felicidad en los goces materiales de la tierra: ella impone preceptos, que repugnan las pasiones estraviadas: ella, en fin, modera la accion de los gobiernos con un saludable contrapeso, que no sufren los que aspiran á ejercer sin trabas la tiranía, cubriéndola con los pomposos nombres de progreso y libertad.

Con el odio á la religion, viene la oposicion sistemada á todo otro elemento de órden, sea de la clase que fuere. Se enerva en primer lugar la accion de la justicia; las leyes no espresan, como hemos indicado arriba, los preceptos inmutables de la razon, sino los intereses siempre efímeros, y no pocas veces criminales de partido: los tribunales son instrumentos que se ponen en juego para determinados fines: la familia sufre rudos ataques, rompiendo los lazos que la ligan; y la patria potestad se debilita. No hay un solo elemento de órden, que el jacobinismo no destroce. Su principio constitutivo es la negacion de toda autoridad: conforme con él, procura aniquilar todo aquello que puede robustecer á la autoridad misma.

Nos hemos detenido algun tanto en esta materia, atendiendo á su importancia. Si no nos formamos una idea clara y precisa de la sociedad humana, si no concebimos su dignidad, si no penetramos á su esencia, ni dirigimos la mente á sus fines, mal podremos concebir nociones rectas acerca de su régimen. Las naciones no son para el observador que las contempla, mas que masas inertes, sujetas á la fatalidad. Obsérvese, si no, la correspondencia que ofrecen los errores filosóficos que niegan la verdadera libertad humana y entronizan el fatalismo, con las máximas fundamentales de esa política, que con monstruosa repugnancia, predica libertad, al mismo tiempo que embrutece al hombre y lo so mete al yugo de una vergonzosa servidumbre.

En la serie de estos artículos procurarémos poner de manifiesto es tas verdades, procediendo en ellos con la mas estricta imparcialidad.

J. J. PESADO.

EXAMEN

DE LOS APUNTAMIENTOS SOBRE DERECHO PUBLICO ECLESIASTICO,

POR UN CATOLICO MEXICANO.

(Continia.)

CAPITULO XI.

ES FACULTAD ESCLUSIVA DE LA IGLESIA DAR LEYES SOBRE DISCIPLINA CON INDEPENDENCIA DEL PODER TEMPORAL.

El que corresponda esclusivamente á la Iglesia la facultad de dar leyes sobre disciplina, está probado al demostrar en el capítulo ante rior, que la Iglesia ha recibido del mismo Jesucristo el poder de legis

lar sobre los objetos de su institucion. Aun la etimología de la palabra disciplina parece indicarlo así, puesto que significa las relaciones entre discípulo y maestro; la de enseñar y aprender, espresado en latin de donde se ha tomado aquella voz, con la palabra ó verbo discere, aprender. A solos los apóstoles encomendó Jesucristo enseñar á todos los pueblos "Docete omnes gentes;" por consiguiente á solos los apóstoles y á los obispos sus sucesores está encargada la facultad de arreglar la disciplina.

Los apóstoles mismos usaron de esta facultad de leyes sobre disciplina. De los cuatro concilios que segun la opinion mas comun celebraron, vemos que en el primero, reunido el año 34 de Jesucristo, acordaron el modo de proceder á la eleccion del discípulo de Jesus, que debia sustituir ó suceder en el apostolado al traidor Júdas. En el segundo, tenido en el mismo año, prescribieron la forma de elegir los siete diáconos que debian destinarse á la administracion de los socorros de las viudas y pobres, al servicio de los Agapes ó comidas en público de todos los fieles, y á ayudar al servicio del altar y reparticion del vivífico cuerpo del Señor, segun San Justino (Apol. 2), San Cipriano (Serm. de Lapsis), y San Ambrosio (lib. 1. de Offic.). En el tercero, congregado el año 51 de Cristo, se declaró que los gentiles convertidos á la fé no estaban obligados á la circuncision, y que únicamente debian abstenerse de los manjares ofrecidos á los ídolos, de la sangre de los animales muertos por sufocacion, y de la fornicacion (Act. Apost., cap. 15). En el cuarto, convocado el año 56 segun unos, ó 58 segun otros, se confirmó lo decretado en el anterior, sobre los gentiles convertidos á la fé, y se permitió por señalado tiempo á los judíos que habian abrazado el cristianismo el uso de los legales prescritos por la ley de Moisés; advirtiéndoles, no obstante, que no debian hacer consistir en su observancia la esperanza de su salvacion; para que, segun la espresion de San Agustin, la sinagoga fuese sepultada con honor, y no se condenase desde luego como mortífera é impía (Gonz. Apparat. Jur. Canon á n. 32, Schmalzgreuber, Disirt. Promial. pár. 7, n. 237).

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Consta por los Hechos de los apóstoles (cap. 15, v. 41, y 16, v. 4o), que el apóstol San Pablo y el discípulo Silas discurrieron por las iglesias de Siria y de Cilicia, para confirmarlas en la fé y enseñarlas, mandándolas observar los preceptos de los apóstoles y obispos reunidos en Jerusalem. San Pablo ordena á los obispos "atiendan á la grey en que los ha puesto el Señor para regir y gobernar la Iglesia de Dios." (Act. Apost., cap. 20, v. 28.) El mismo Apóstol ordena á los fieles que "obedezcan los preceptos de sus prelados y les estén sometidos." (Ad Heb., cap. 13, v. 17.) Escribe á los Corinthios diciéndoles: os alabo porque guardais los preceptos tales como yo os los he dado." (1a ad Corinth., cap. 2, v. 2.) Y dice á los Tesalonicenses: "Sabeis cuáles "preceptos os he dado por la autoridad de Jesucristo.... El que los desprecia, no desprecia á un hombre, sino á Dios que nos ha dado su santo Espíritu." (1a ad Tessalon., cap. 4, vv. 2 y 8.) "Si alguno "rehusa obedecer á lo que os ordenamos, escribe á los mismos fieles, "notadle y no tengais comunicacion con él." (2a ad Tessalon., cap. 3,

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v. 14.) Escribiendo á Timoteo, le prescribe las cualidades que debe tener el que se elija para obispo. (13 ad Thimot., cap. 3, v. 2.) Otro tanto hace con Tito (ad Tit., cap. 1, v. 5 ad 9), ordenándole, repren"da fuertemente (á los que lo contradijeren) para que conserven sa"na la fé." Previene al mismo Tito (cap. 3, v. 10 eodem): "Huye del "hombre hereje, despues de haberlo corregido una y dos veces." La misma sentencia de excomunion contra el hereje pronuncia el apóstol San Juan por estas palabras: "Todo aquel que no persevera en la doc"trina de Dios, sino que se aparta de ella, no tiene á Dios.... Si viene alguno á vosotros y no trae esta doctrina, no le recibais en casa, "ni le saludeis; porque quien le saluda comunica con sus acciones perversas." (2 Joann, vs. 9 á 11.) Para ninguna de estas prescripciones contaron los apostóles con la autoridad civil.

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"En los tres primeros siglos de la Iglesia, dice Bergier (Dicc. de Theol., art. Lois Ecclesiastiques), y antes de la conversion de los emperadores, se habian celebrado mas de veinte concilios en el Oriente, en Italia, en las Galias, en España, y la mayor parte sancionaron leyes de disciplina: estas leyes se han recogido bajo el nombre de Cánones apostólicos. El concilio general de Nicea, celebrado el año de 325, se conformó con ellos, y muchos están todavía en uso. Algunos de estos cánones se refieren no solo á la administracion de los sacramentos, deberes de los obispos, costumbres de los cristianos, elevados al órden eclesiástico, observancia de la cuaresma y celebracion de la Pascua; sino tambien á la administracion de los bienes de la Iglesia, validez de los matrimonios, causas de excomunion, &c., &c., objetos que interesan el órden civil. La Iglesia no ha dispensado en ninguno de ellos, so pretesto que estos decretos no estaban revestidos con la autoridad de los soberanos: ha exigido la observancia de algunos, aun bajo la pena de anatema. Ha creido, pues, constantemente desde los apóstoles, que sus leyes obligaban á los cristianos independientemente de la autoridad civil. Si esto es un error, es tan antiguo como la Iglesia." "Muchas de estas leyes de disciplina tienen una dependencia esencial con el dogma: trátase de fijar la creencia de los fieles sobre los efectos de los sacramentos, sobre indisolubilidad del matrimonio, sobre la santidad de la abstinencia, sobre el carácter y poderes de los ministros de la Iglesia, dogmas atacados aun hoy dia por los herejes. Pero no es posible concebir, que la Iglesia tenga el poder de decidir el dogma, sin que tenga el derecho de prescribir los usos propios para inculcarlo y las precauciones convenientes para evitar su alteracion. Jamas se ha elevado una secta cualquiera de novadores contra la disciplina establecida, sin atacar algun artículo de doctrina, ó á lo menos la autoridad de la Iglesia, que es de fé divina.”

El célebre autor de la Autoridad de los dos poderes, se esplica de esta manera hablando de la potestad de la Iglesia para dictar leyes de disciplina: "El derecho de establecer cánones de disciplina, no es menos incontestable. Entre la multitud de reglamentos, que componen el código eclesiástico, no hay uno solo que no haya sido formado por la autoridad de los obispos: nada es mas constante por la práctica de la Iglesia. De los primeros siglos tenemos la Epístola canónica de San

LA CRUZ.-TOMO VII.

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